viernes, 14 de agosto de 2009

Oscar Wilde

Les dejo un cuento de este magnífico autor. Es de su libro "Poemas en Prosa", el cual es realmente hermoso. Y bastante difícil de conseguir.


EL MAESTRO DE LA SABIDURÍA

Desde su niñez había sido como es quien está lleno del perfecto conocimiento de Dios, y cuando no era todavía más que un adolescente, muchos de entre los santos, lo mismo que algunas santas mujeres que habitaban en la ciudad libre donde él nació, se habían quedado asombra­dos por la grave sabiduría de sus respuestas.

Y cuando sus padres le hubieron entregado la túnica y el anillo de la edad viril, les besó y se separó de ellos, y se fue por el mundo, para hablar al mundo de Dios. Pues había muchos en el mundo en aquel tiempo que no co­nocían a Dios o tenían de Él no más que un conoci­miento incompleto o adoraban a los falsos dioses que moran en las arboledas y no se cuidan de sus adoradores.

Y dirigió su rostro hacia el sol y emprendió su camino, andando sin sandalias, como había visto caminar a los santos, y llevando al cinto una bolsa de cuero y una pe­queña redoma de barro cocido para el agua.

Y yendo a lo largo del camino se sentía lleno del gozo que procede del perfecto conocimiento de Dios, y can­taba sin cesar alabanzas a Dios. Y después de algún tiempo llegó a una tierra extraña en la que había muchas ciudades.

Y atravesó once ciudades. Y algunas de estas ciudades se hallaban en los valles, y otras estaban en las orillas de grandes ríos, y otras estaban erigidas sobre colinas. Y en cada ciudad encontró un discípulo que le amó y le siguió, y le seguía también una gran multitud de gente de cada ciudad, y el conocimiento de Dios se esparció por toda la comarca, y muchos de los dirigentes se convirtieron, y los sacerdotes de los templos que albergaban a ídolos se dieron cuenta de que habían desaparecido la mitad de sus ganancias, y de que cuando batían sus tambores a me­diodía, nadie, o tan sólo unos cuantos, venían con pavos reales o con ofrendas de carne, como había sido costum­bre en aquella tierra antes de su llegada.

Sin embargo, cuanto más le seguía la gente y mayor era el número de sus discípulos, tanto mayor se volvía su tris­teza. Y él no sabía por qué su aflicción era tan grande, pues hablaba siempre de Dios, e inspirado por la plenitud del conocimiento perfecto de Dios que Dios mismo le ha­bía dado.

Y, una tarde, salió de la undécima ciudad, que era una ciudad de Armenia, y sus discípulos y una gran multitud de gente iban tras él; y subió a una montaña y se sentó en una roca que había en la montaña, y sus discípulos, de pie, le rodearon, y la multitud se arrodillo en el valle.

Y él inclinó la cabeza, la ocultó entre las manos y lloró, y dijo a su alma:

-¿Por qué estoy lleno de tristeza y de temor, y es cada uno de mis discípulos como un enemigo que anda a plena luz del día?

Y su alma respondiéndole le dijo:

-Dios te llenó del conocimiento perfecto de sí mismo, y tú has entregado ese conocimiento a los demás. La perla de gran precio la has dividido, y la túnica inconsútil la has rasgado en dos pedazos. El que entrega la sabi­duría se roba a sí mismo; es como quien da su tesoro a un ladrón. ¿No es Dios más sabio de lo que eres tú? ¿Quién eres tú para desvelar el secreto que Dios te ha confiado? En un tiempo fui rica, y tú me has empobre­cido. En un tiempo vi a Dios, y tú me le has ocultado.

Y lloró de nuevo, pues sabía que su alma le decía la verdad, y que había dado a otros el conocimiento per­fecto de Dios, y que era ahora como alguien que se aga­rra a la túnica de Dios, y que su fe le estaba abando­nando a razón del número de los que creían en él.

Y se dijo a sí mismo:

-No hablaré más de Dios. Quien entrega la sabiduría se roba a sí mismo.

Y algunas horas después, sus discípulos se acercaron a él y se prosternaron y dijeron:

-Maestro, háblanos de Dios, pues tú tienes el cono­cimiento perfecto de Dios, y ningún hombre más que tú tiene ese conocimiento.

Y él respondiéndoles dijo:

-Os hablaré de todas las demás cosas que hay en el cielo y en la tierra, pero de Dios no os hablaré. Ni ahora ni en ninguna otra ocasión os hablaré de Dios.

Y ellos se encolerizaron contra él y le dijeron:

-Nos has conducido al desierto para que te escuchá­ramos, ¿quieres despedirnos ahora hambrientos, a noso­tros y a la gran multitud que has hecho que te siguiera?

Y él respondiéndoles dijo:

-No os hablaré de Dios.

Y la multitud murmuraba contra él y le decía:

-Nos has conducido al desierto y no nos has dado ali­mento que comer. Háblanos de Dios y nos bastará. Pero él no les respondió palabra alguna, pues sabía que si les hablaba de Dios entregaría su tesoro.

Y sus discípulos se fueron entristecidos, y la multitud regresó a los hogares, y muchos perecieron por el ca­mino.

Y cuando estuvo solo, se levantó y dirigió su rostro ha­cia la luna, y viajó durante siete lunas, sin hablar a ningún hombre y sin dar respuesta alguna. Y, cuando la séptima luna estaba en su cuarto megguante, llegó a ese desierto que es el desierto del Gran Río. Y habiendo encontrado una caverna en que había vivido un centauro la tomó por morada, y se hizo una estera de juncos para lecho, y se convirtió en ermitaño. Y, a cada hora, el ermitaño alababa a Dios que había permitido que conservara algún conocimiento de Él y de su grandeza admirable.

Y una tarde, estando el ermitaño sentado delante de la cueva en la que había hecho su morada, vio a un joven de rostro hermoso y perverso que pasaba por allí vestido pobremente y con las manos vacías. Cada tarde, con las manos vacías pasaba el joven por allí, y cada mañana vol­vía con las manos llenas de púrpura y de perlas; pues era ladrón y robaba a las caravanas de los mercaderes.

Y el ermitaño le miró y se apiadó de él, pero no le dijo una palabra; pues sabía que quien dice una palabra pierde la fe.

Y una mañana, cuando volvía el joven con las manos llenas de púrpura y de perlas, se detuvo y frunció el ceño y golpeó la arena con el pie, y dijo al ermitaño:

-¿Por qué me miras siempre de ese modo cuando paso? ¿Qué es lo que veo en tus ojos? Pues ningún, hom­bre me había mirado antes de ese modo. Y es una espina y me causa una inquietud.

Y el ermitaño le respondió y dijo:

-Lo que ves en mis ojos es compasión. La compasión es lo que te mira desde mis ojos.

Y el joven se rió con desdén, y gritó al ermitaño con voz desapacible, y le dijo:

-Tengo púrpura y perlas en las manos, y tú no tienes más que una estera de juncos para acostarte. ¿Qué com­pasión habrías de tener por mí? ¿Y por qué razón tienes esa piedad?

-Me das compasión -dijo el ermitaño- porque no tienes conocimiento de Dios.

-¿Es cosa valiosa ese conocimiento de Dios? -pre­guntó el joven.

Y se acercó a la entrada de la caverna.

-Es más valiosa que toda la púrpura y que todas las perlas de este mundo -respondió el ermitaño.

-¿Y tú lo tienes? -dijo el joven ladrón.

Y se acercó más aún.

-Hubo un tiempo, en verdad -respondió el ermi­taño-, en que yo poseía el conocimiento perfecto de Dios; pero en mi necedad me separé de él, y lo repartí entre los demás. No obstante, incluso ahora, lo que me queda de ese conocimiento es más valioso que la púrpura o las perlas.

Y cuando oyó esto el joven ladrón, arrojó la púrpura y las perlas que llevaba en las manos, y sacando una ci­mitarra afilada de acero curvado dijo al ermitaño:

-Dame, ahora mismo, ese conocimiento de Dios que posees, o ten por cierto que te mataré. ¿Cómo no habría de matar a quien tiene un tesoro mayor que mi tesoro?

Y el ermitaño extendió los brazos y dijo:

-¿No sería más ventajoso para mí ir a las moradas recónditas de Dios y alabarle que vivir en el mundo sin tener conocimiento de Él? Mátame si es ese tu deseo, pero no te entregaré mi conocimiento de Dios.

Y el joven ladrón se puso de rodillas y le suplicó, pero el ermitaño no quiso hablarle de Dios, ni darle su tesoro, y el joven ladrón se levantó y dijo al ermitaño:

-Sea como deseas. En cuanto a mí, iré a la ciudad de los Siete Pecados, que está sólo a tres días de camino desde este lugar, y a cambio de mi púrpura me darán placeres, y a cambio de mis perlas me venderán alegría.

Y recogió la púrpura y las perlas y se fue apresura­damente.

Y el ermitaño le llamó a gritos y le siguió y le suplicó. Por espacio de tres días siguió al joven ladrón por el ca­mino y le rogó que volviera, que no entrara en la ciudad de los Siete Pecados.

Y de vez en cuando miraba hacia atrás el joven ladrón al ermitaño y le llamaba, y decía:

-¿Quieres darme ese conocimiento de Dios que es más valioso que la púrpura y las perlas? Si quieres dár­melo, no entraré en la ciudad.

Y siempre respondía el ermitaño:

-Todas las cosas que tengo te las daré, menos esa única cosa solamente; pues esa cosa no me es lícito en­tregarla.

Y, al crepúsculo del tercer día, llegaron cerca de las grandes puertas escarlata de la ciudad de los Siete Pe­cados. Y de la ciudad llegaba el sonido de muchas risas.

Y el joven ladrón respondió con otra risa, y quiso lla­mar a la puerta. Y mientras lo hacía, se adelantó co­rriendo el ermitaño y le cogió por los pliegues de la túnica, y le dijo:

-Extiende las manos, y pon los brazos en torno de mi cuello, aproxima el oído a mis labios, y te daré lo que queda del conocimiento de Dios.

Y el joven ladrón se detuvo.

Y cuando el ermitaño hubo entregado su conocimiento de Dios, se arrojó al suelo y lloró, y una gran oscuridad le ocultó de la ciudad y del joven ladrón, así que no los vio más.

Y mientras yacía allí llorando se daba cuenta de que había Uno de pie a su lado, y el que estaba a su lado tenía los pies de bronce y los cabellos como de lana fina. Y Él alzó al ermitaño y le dijo:

-Antes tenías el perfecto conocimiento de Dios; ahora tendrás el perfecto amor de Dios. ¿Por qué lloras?

Y le besó.


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